Peluquería y letras con Laura Llevadot

Una peluquería es una conversación

una cabeza un mundo

Acertadamente el libro abre con una cita de Lucrecia Martel que dice: «Para saber qué reglas nos impone una palabra, hay que pensar cómo sería el mundo sin esa palabra». Suicidio es una palabra que todavía estremece cuando la oímos. Parece que nos cuesta aceptar que alguien querido haya decidido pasar a la acción. ¿Cómo sería el mundo sin esta palabra? Pienso que su libro se sostiene en parte en este vacío, en lo que significa hoy en día este número: Cuatro mil doscientos veintisiete suicidios no ejemplares.

Cuando introduje esta cita de Martel pensaba, de hecho, en la palabra «enfermedad mental», que intento deconstruir en el texto, y también en la palabra «deseo», que creo que deberíamos dejar de considerar como una categoría antropológica eterna y trascendental y preguntarnos por su historicidad y su funcionamiento fundamental dentro del capitalismo neoliberal. Pero es cierto que la palabra «suicidio» nos hace estremecer.

De hecho, creo que es una palabra que se ha utilizado poco. No hace mucho que se dan a conocer las cifras e índices de suicidios. La explicación desde la razón de Estado era que no se publicaban porque podían incitar a la imitación, especialmente entre la población más joven, que podría considerar el suicidio como una salida posible. Yo creo que si hasta ahora no se han publicado las estadísticas de suicidios, se ha hablado poco del tema o se han disimulado las muertes por esta causa, no es solo por el estigma que se asocia a ello, sino también porque el suicidio, al igual que la depresión y los malestares mentales, son el síntoma del fracaso del modo de vida capitalista.

El número 4227, que aparece en el título, hace referencia a esto. Tal como ocurre con las denuncias anónimas de violencia de género, el número da cuenta de algo que es estructural y que debe analizarse, más allá de las motivaciones personales y singulares de cada uno, que son siempre insondables.

Quiero hacerle saber que he subrayado mucho su libro porque hay conceptos muy esclarecedores respecto a lo que está exponiendo, como el deseo. Me gustaría poner el foco en la contradicción. Desear, como explica muy bien en el libro, parece alimentar al ego, una ficción. En realidad, me parece que nuestras vidas actualmente están más ficcionadas que nunca por el hecho de la exposición en las redes y el bombardeo de imágenes que generamos para mostrar quiénes somos, o mejor dicho, qué tipo de ficción hemos elegido ser, qué deseamos. Me gusta en el libro cuando dice: “Siempre queda la sospecha de si matarse no será quizá un retorno a la ficción del yo, un deseo como cualquier otro”. Y me hace pensar en cómo matamos y quemamos una imagen tras otra como si fuera una especie de suicidio. ¿Qué piensa al respecto?

Me parece muy interesante tu idea de matar y quemar imágenes. De hecho, a esta hiperproducción de imágenes de nosotros mismos, Hito Steyerl las calificaba como “imágenes basura”, es decir, imágenes de baja resolución, efímeras como las stories de Instagram, que desaparecen en 24 horas. Ella las llama “el spam de la tierra”, haciendo referencia al libro de Fanon.

Más allá de que toda esta producción de imágenes virtuales tiene un correlato material -se aloja en algún lugar físico del planeta que nos dedicamos a destruir—, está la cuestión de la autoproducción. En el capítulo dedicado a la “reproductibilidad técnica” intento explicar cómo hemos pasado de una sociedad que consumía espectáculo, y por tanto ideología (el cine de Hollywood, por ejemplo), a una sociedad donde cada uno de nosotros produce espectáculo. Aunque podríamos pensar que no hay suficientes espectadores para tanto espectáculo, el hecho de que todos seamos a la vez productores de imágenes asegura el funcionamiento del círculo infernal. Es por eso que el capitalismo post-fordista funciona gracias a nuestro deseo, el deseo de autoproducirnos, exponernos y ser objeto del deseo de los otros. Pero el deseo, como digo, no huele a nada vivo. Por un lado, es insaciable; por otro, agotador; y finalmente, es poco interesante, reiterativo y aburridísimo. De ahí la sensación de abatimiento que nos invade cuando hemos pasado largas horas en las redes. Es una forma lenta de suicidio: producir espectáculo, consumirlo, no poder dejar de desear. Nos quemamos haciendo scroll, incapaces de detener la mirada, esa mirada que tal vez abriría una grieta en esta ficción a la que llamamos “yo” y que resulta tan funcional al cibercapitalismo.

En este sentido, podríamos decir que el algoritmo es un dictador de nuestras emociones, aquel que nos dice hacia dónde mirar, qué sentir, cuál será tu próximo deseo, la sugerencia de la sugerencia y así sucesivamente. En el libro encontramos el ejemplo de Replika, un chatbot con tecnología de IA especializado en afectos. Dice: «La gente que se siente sola y depresiva busca un amigo o incluso un amante. La diferencia entre ambas categorías es —como siempre— el precio».

Frente a esta maquinaria depredadora que nos agota, no estar es como no existir, dicen, ¿y si no existimos? No ser nadie a quien puntuar, no ser nadie a quien valorar cuantitativamente hablando, a quien no juzgar.

Llegué a Replika escuchando a Sibylle Baier, una cantante de folk contemporáneo poco conocida que solo grabó un álbum, el cual, treinta y cinco años después, su hijo dio a conocer. De esta anécdota personal me interesan varias cosas. En primer lugar, el gesto existencial de Sibylle que, siendo talentosa y estando en contacto con Wim Wenders y buena parte de la contracultura alemana de la época, eligió ser nadie. La composición de su álbum fue la manera que encontró para salir de la depresión que la asolaba y, cuando se estabilizó, tuvo suficiente. Creo que esto es importante para cualquiera que escribe, pinta, filma o hace algo en lugar de limitarse a trabajar, si es que le queda tiempo y fuerzas para hacerlo.

Las creaciones que provienen de una necesidad vital, y no de un deseo de creación o de reconocimiento, llevan consigo esta marca, que es la que nos resuena en lo más profundo. En segundo lugar, aquellos que escuchan la música melancólica de Sibylle son personas que ya se han dado cuenta de la estupidez y la vacuidad de la máquina capitalista en la que estamos inmersos. La depresión, la melancolía, son estados de ánimo, y a veces caracteres o malestares, que cuestionan los valores vitalistas del discurso oficial. Por eso, en el libro, hago una especie de defensa de estos estados que, lejos de ser enfermedades mentales, son en realidad estados de lucidez que, como decía Ian Curtis, muestran que «nuestros deseos más urgentes no son sino un sucio truco vitalista para mantener el espectáculo en funcionamiento».

Pero, finalmente, la cuestión es que el cibercapitalismo ya se ha dado cuenta de esto, de la existencia de desertores del deseo neoliberal, y trata de capturarlos.

Lo hace a través de fármacos, pero también a través de la misma máquina. El algoritmo de YouTube me llevó de la música de Sibylle a otros cantantes de folk oscuro, hasta llegar a Bon Iver. Leyendo los comentarios que los usuarios dejaron en este último, descubrí la existencia del chatbot Replika. Así que el capitalismo ya ha inventado un artefacto que captura el último deseo que le queda a quien se siente deprimido y en soledad: el de ser acompañado, en el alma, por alguien que lo comprenda. Esto ya pertenece al orden de lo espeluznante, que diría Fisher. Que seamos tan previsibles y tan manipulables requiere una toma política de posición frente a la tecnología y buscar formas tecnológicas de resistencia. Pero hace falta, en primer lugar, ser conscientes de lo atrapados que estamos.

Anteriormente, comentábamos que cuando escuchamos el término «enfermedad mental», no lo aceptamos fácilmente. En el libro le dedicas un capítulo. Es curioso leer todavía que desde 1973 la homosexualidad fuese diagnosticada como una enfermedad mental, y que la disforia de género siga aún hoy en día en el DSM-5 (Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales), como una categoría de trastorno mental aplicada a las personas trans. Hay otra categoría que nace con la psiquiatría y de la cual Foucault dice: El origen de la psiquiatría es jurídico, no médico.

Sí. Hoy en día todo el mundo habla de problemas de salud mental y de «enfermedad mental» como si fuera un concepto claro y evidente, y no es así. Creo indispensable pasar por Foucault para comprender que el concepto de «enfermedad mental» tiene su origen en el marco de lo que él llamó «El Gran Encierro», la creación del Hospital General de París donde se encerrará a buena parte de la población considerada ociosa e improductiva, en realidad pobres y miserables, que con el tiempo serán clasificados como «insensatos» o «alienados». Tal como explica en su curso sobre «Los anormales», la psiquiatría no surgirá como una rama del saber médico, sino ligada al ámbito jurídico. La psiquiatría aparece en el siglo XIX como una ciencia cuya finalidad es determinar los factores de peligrosidad en la sociedad, decidir, por ejemplo, si alguien está loco, y por lo tanto debe ser encerrado en el manicomio, o bien es un criminal, y debe ir a prisión. Hoy la psiquiatría, y los especialistas de las ciencias «psi», se expanden por todas partes. Detectan los malestares mentales de la sociedad, los individualizan mediante diagnósticos del DSM-5, y tratan de neutralizarlos con fármacos, atribuyéndolos, a menudo, a causas endógenas, es decir, físicas y/o hereditarias. La realidad es que los números no cuadran. Es imposible que el 20% de la población haya nacido defectuosa, y que además, la mayor parte de la población diagnosticada con enfermedades mentales esté en paro, tenga rentas bajas, sean mujeres y vivan en grandes ciudades. Por no hablar de la cantidad de antidepresivos que se nos administran sin control. Está claro que, como decía Fisher, la «enfermedad mental» es el nombre con el que el neoliberalismo ha bautizado al malestar social, y la farmacología, la nueva forma de «Gran Encierro», en unos estados que han decidido dejar de invertir en las instituciones.

Volvamos de nuevo al deseo. «Pide un deseo», te dicen cuando tienes que soplar las velas, como si el deseo fuera una palabra que un día se hará realidad, si deseas lo tendrás. La dinámica del deseo se ha instalado cómodamente en la maquinaria neoliberal. Más aún en un mundo tan visual y en el que te hacen saber que te desean simplemente poniendo un emoticono. Pero, ¿No crees que hay un tipo de deseo que no es el deseo de desear constantemente?

A ver, sé que suena contraintuitivo eso de criticar el deseo. Que el neoliberalismo ha podido triunfar gracias a que ha sabido capturar el deseo, mientras que el fordismo, con sus horarios de fábrica y su familia patriarcal, lo reprimía, es una tesis compartida por muchos (Land, Fisher, Berardi, etc.). Por otro lado, lacanianos como Zizek plantean que el capitalismo vive del «goce», que distinguen del deseo, y que sería más bien su descarga pulsional y compulsiva. Esto es, en parte, cierto, tal como intento explicar en el libro, el cibercapitalismo funciona a través de la adicción: a las redes, la pornografía, las series, por ejemplo… Ahora bien, en el libro arriesgo la hipótesis de que si todo eso ha sido posible, si el neoliberalismo funciona a través de nuestro deseo y goce, es porque desde el siglo XIX, dentro de lo que Foucault llamó dispositivo de la sexualidad, emergió el «sujeto de deseo». Es decir, empezamos a entendernos a nosotros mismos como sujetos deseantes, creímos que esa era nuestra esencia antropológica, de ahí la aparición del psicoanálisis que se encargaría de descifrarlo. En Grecia, en la Edad Media, los hombres no se consideraban a sí mismos sujetos de deseo, y eso no quiere decir que no desearan, sino que ese no era su problema. Por eso, no creo que el problema hoy sea pensar un deseo diferente, liberador, porque creo que el deseo no es en sí mismo una categoría emancipadora, sino más bien lo contrario. Si hemos de pensar un escenario post-capitalista será, creo, en una sociedad en la que los individuos no pondrán el deseo en el centro de su vida.

Siento el deseo de seguir por aquí (risas), pero es un hilo del que podríamos hablar muchísimo, y me gustaría llegar al capítulo que dedicas a ¡La-Ro-sa-lí-a!, en el que para empezar nos encontramos una afirmación que ya nos da pistas de cuál será el terreno que pisaremos: «Hoy nadie es músico sin ser a la vez empresario». Lo he pensado muchas veces cuando escucho en sus canciones: ¡La Ro-sa-lí-a! La marca insertada en lo que se hace. Me hizo gracia cuando en el libro dices: Lo que ayer nos habría parecido ridículo, como por ejemplo escuchar a Bob Dylan parar «Like a Rolling Stone» (1965) para entonar «¡El-Bob-Dý-Lan!».

Jajajaja… sí. En ese capítulo que mencionas hago una comparación entre Rosalía y Burial, ya que en su último disco ella hace una versión del tema «Archangel». La idea no es hacer una crítica a Rosalía, sino una comparación del producto cultural del ocaso del fordismo y el del neoliberalismo, que el tema de Rosalía encarna. Lo que se percibe en la comparación es que hay diferencias tanto en la materialidad de la composición como en su forma de aparición pública. El de Burial era un tema de dubstep, sórdido y melancólico, con bajos contundentes y samples de voz que le dan un aire alucinado y espectral, y en el que el crujido de la aguja en el vinilo, además de ofrecer profundidad de campo al sonido, da cuenta de la materialidad de la grabación, que las grabaciones mainstream hacen desaparecer en favor de la transparencia. Por otro lado, Burial fue un productor anónimo que no daba entrevistas. Buscábamos su cara en internet, aunque los fieles reconocen perfectamente su música.

El tema «Candy» de Rosalía, aunque sea un cover, está en las antípodas. La melancolía se ha convertido en empoderamiento, las referencias a los reguetoneros, el videoclip de estética japonesa inspirado en la película «Lost in Translation», las referencias a marcas carísimas de ropa… todo está hiperproducido. La venta del producto se hace vía TikTok. Hace falta que Rosalía se maquille ante la cámara, enseñe su nevera, muestre a su pareja y sus amigas para que sus temas sean masivamente escuchados. La vida de Rosalía es básicamente trabajo y exposición en las redes, que también es trabajo.

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Y hace falta que los temas estén firmados con el propio nombre, algo que es un rasgo común del reguetón. Es la marca de quien ha triunfado en el sistema a pesar de venir de clases bajas. De la misma manera que las uñas larguísimas son el signo de quien ya no tiene que trabajar con las manos.

Burial era contracultura, una forma de cultura popular de jóvenes de los suburbios que durante la fase de los llamados «Estados de Bienestar», que tampoco lo eran, pudieron acceder a la cultura de vanguardia y disponer del tiempo necesario para intervenir la cultura pop. Hoy la contracultura ha sido engullida por la Industria Cultural, y el reguetón, que es música urbana y también viene de abajo, es tragado por el mainstream y colabora en el mito del ascensor social neoliberal. Lo que se ha perdido entre uno y otro es el sentido del combate, y lo que se ha ganado es aura, mito, fetichismo de la mercancía, y, finalmente, un retorno pagano a la religiosidad que inspiran las estrellas.

En el libro encontramos muchas referencias musicales y cinematográficas. De hecho, creo que nunca deberíamos dejar de hablar de Walter Benjamin y su mítico ensayo: La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, en el cual, haciendo un “resumen resumen”, podríamos decir que diserta sobre la pérdida del original y su valor de culto frente a la copia. Como decía aquel cartel de una copistería convertido ya en meme: Se hacen copias exactas.

Hay una parte en la que disertas sobre el montaje cinematográfico. Ese tipo de montaje casi hecho publicidad que hace por nosotros las asociaciones de ideas sin permitirnos casi ni pensar.

Sí. Ese es mi texto favorito de Walter Benjamin. Hace años que lo releo. Es un texto complejo, que no entrega su clave de lectura a la primera y creo que, en general, se ha hecho popular una lectura sesgada. En términos generales, la lectura más popularizada entiende que lo que defiende Benjamin en este texto es:
A) Que el aura de la obra de arte ha decaído por culpa de las nuevas técnicas reproductivas, y eso es un problema;
B) Que el cine es una técnica que promueve el fascismo y C) Que hay que politizar el arte.

Lo que intento explicar es que, al contrario, a pesar de la ambivalencia del concepto de aura en la obra de Benjamin (que aquí no puedo desarrollar), el texto, de hecho, celebra la caída del aura del arte burgués, que vincula con la originalidad, la supuesta genialidad del artista y, en última instancia, con el fetichismo de la mercancía.
Sucede, sin embargo, que en el caso del cine, el aura se reintroduce por la puerta trasera, es decir, con la adoración mítica a las estrellas de Hollywood y a las supuestas «grandes personalidades», por ejemplo, las de los políticos y dictadores.

En segundo lugar, que si el cine es un arte del que tanto el fascismo como Hollywood pudieron apropiarse, es porque se había entendido como una técnica de montaje de planos, que se traduce en producción y dominio del sentido que el espectador ha de recibir y que domina sus emociones. El montaje es una técnica de manipulación. «No nos deja pensar», decía Duhamel. No sé qué diría Benjamin hoy sobre las redes sociales. ¡Jajaja! Ahora bien, ante ese peligro potencial del cine, hubo muchos cineastas que optaron por otro uso, priorizando el plano sobre el montaje, por ejemplo. Son cineastas como Dreyer, Antonioni, Varda, Godard… Por eso creo que, en tercer lugar, la politización del arte contra el fascismo no pasa tanto por el mensaje, el contenido o la ideología, sino por el uso político que se hace de la propia técnica. Creo que con esto Benjamin nos da una pista muy valiosa para entender qué hay que hacer ahora con las nuevas tecnologías. No se trata de abandonarlas y volver a un mítico mundo pre-tecnológico, sino de usarlas para interrumpir su esencia capitalista y fascista.

Podriamos decir que la melancolía tiene mala prensa; en cambio, a mí me parece que ser melancólico es otro tipo de posicionamiento que se confronta con el capitalismo abusivo de la positividad impuesta por la IA. Lo describe muy bien precisamente la película Melancolía de Lars von Trier, la cual también menciona en el ensayo. Dice que ésta se confunde demasiado a menudo con la nostalgia precisamente por estar condicionada por el romanticismo. Pienso que hoy día imperan los ideales y no tanto las ideas.

Exacto. Creo que la melancolía es el reverso del deseo capitalista y, por tanto, una posición política, y esto no se entiende si se confunde con la nostalgia. La nostalgia es el sentimiento de tristeza que acompaña a la pérdida de un pasado que, en realidad, nunca ha existido, pero que se idealiza. Es la Roma de los fascistas italianos o la América de Trump. Pura idolatría.

En cambio, la melancolía es el sentimiento de tristeza y la pérdida de deseo que acompaña la certeza de que la catástrofe ya ha tenido lugar, la pérdida es irreversible y tiene condición de trauma. La confusión entre ambos sentimientos proviene de un texto de Freud donde intenta distinguir la melancolía del duelo. Establece que el melancólico es quien se niega a desvincularse del objeto perdido (sea alguien amado o un ideal), mientras que el duelo consiste en hacer el trabajo de desvincularse de lo perdido y orientar la libido hacia un nuevo objeto, y por tanto, seguir viviendo. A mí, esta definición del duelo freudiano me parece de una economía salvaje, capitalista y miserable, que intenta rentabilizar el deseo y trata los objetos y su pérdida como si fueran biodegradables. Creo que el duelo, en realidad, nunca ha existido, que Freud se lo inventa para acorralar la melancolía. En realidad, los otros no son biodegradables, los llevamos dentro, aunque ya no estén, y nos hablan. El verdadero melancólico, a quien la pérdida le explotará en la cara un día u otro, es quien cree haber hecho el duelo por la vía de la sustitución.

No soy la única que critica este texto de Freud, sigo aquí a autores como Kristeva, Derrida, Abraham y Torok, o el mismo Lacan. Pero lo que me interesa es lo que aporta la melancolía, como afecto político a la altura del capitalismo neoliberal, cuando la entendemos como la aceptación traumática de la pérdida. La melancolía, así entendida, es la aceptación de la ausencia de sentido del mundo y de la vida, se convierte en un ateísmo militante. Es también el recordatorio del trauma que nuestro sistema infringe, el «ni olvido ni perdón» por las violencias recibidas.

Por eso teóricas feministas como Butler o Cvetkovich plantean el trauma, la melancolía y la depresión como afectos políticos. Y finalmente, la melancolía es la muerte de Dios, de los ideales y, en especial, de la creencia en el futuro, que es un ideal modernista que ya es hora de superar. La melancolía, así entendida, no conduce a la inacción, sino a la acción rotunda, sin camuflajes ni cuentos de hadas, sin utopías destinadas a reproducir las peores violencias. Es la actitud que encarna Justine en la película Melancolía de Lars von Trier. El mundo se acaba, sí, ¿y qué? … no os pongáis histéricos. Aquí hay un niño a quien cuidar, con quien construir una cabaña mágica, se acabe el mundo o no. Creo que este ateísmo melancólico y militante es hoy la única posición política digna ante este infierno de salvadores que nos venden futuros esperanzadores a tortas y a derecho.

De hecho, lo leemos en el capítulo. No más futuro, por favor: «Sólo los melancólicos sabemos que se puede vivir perfectamente sin futuro». Hace poco le decía a alguien que el tiempo no me preocupa demasiado, más aún, cuando nos ha tocado vivir hiperacelerados, tanto, que hoy día antes de que salga la noticia ya la hemos construido creando el relato. Entiendo que este No future del libro hace referencia en parte a la siempre imparable maquinaria colonizadora del capitalismo depredador que vende el futuro como aquello donde siempre debes estar, aceptar las cookies para seguir funcionando.

El «No Future» fue una consigna punk que, creo, hay que recuperar. «No future» no significa que no habrá mañana, sino que no queremos más futuro como imaginario que impulse nuestros deseos. La idea de futuro como imaginario utópico y esperanzador es una construcción de la Modernidad, vinculada a una concepción lineal y teleológica de la historia, que nos ha llevado exactamente a donde estamos, a la destrucción del planeta y al estallido de las contradicciones del capitalismo tardío. A principios del siglo XX ya se hablaba del siglo XXI en términos de progreso y esperanza. Recuerdo que mi padre solía decir «esto se resolverá en el siglo XXI». Hoy en día, nadie habla del siglo XXII, salvo para murmurar para sus adentros «ojalá no exista». Hay una percepción clara de que, si seguimos por aquí, el sistema colapsará.

Creo que para evitarlo no hace falta relanzar imaginarios de futuros esperanzadores ni tampoco querer volver atrás, eso es lo que hacen los fascismos. Es un momento propicio para que surjan sacerdotes y salvadores por todas partes. Por el contrario, poner en valor el «No future» significa renunciar de una vez por todas a los imaginarios, a los sacerdotes y a los líderes prometedores, y actuar aquí y ahora en función de criterios como la justicia, la igualdad, el antiautoritarismo o el antifascismo. Esto es lo que han hecho los feminismos, que son la verdadera revolución en marcha, y para hacerlo no han necesitado ningún imaginario utópico y futurista de una sociedad no patriarcal.

Esta sección se llama peluquería y letras porque fue mi profesión durante muchos años. ¿No le parece que ponerse delante de un espejo y cambiarse de look es una acción valiente y a la vez peligrosísima?

¡Muy interesante! Esto tiene una historia. Creo que podría hacer una narrativa de mi vida en función de los peinados y colores de cabello que he llevado. Cuando era joven, mi estilo era punk: ropa siempre negra, botas militares y cabello azul y puntiagudo. Me cortaba el pelo en «La Pelu» que, en los años 80 y 90, era la peluquería moderna y radical del Born. Allí conocí a Raquel, una peluquera que, cuando «La Pelu» cerró, nos cortaba el pelo en su casa durante muchos años. Después de la Facultad, cuando llegó el momento de insertarme en la vida laboral y dejar de vivir de becas, moderé mi estilo. Entonces el negro pasó de la ropa al cabello, lo llevaba liso y largo. Fueron los años en que era profesora de instituto. Quizá no los más felices, pero sí los más ricos en aprendizajes a nivel humano. Conservo, aún hoy, grandes amigos de aquella época. Cuando llegó la maternidad me corté el pelo. Lo llevaba corto y castaño, que es mi color natural. Fue una época en que la belleza y la feminidad hacia afuera dejaron de interesarme. Me concentré en ser madre y en trabajar en la Facultad. Hice gestión, estudié mucho, me profesionalicé. Tenía que asegurar la crianza de mi hijo. Eso se convirtió en prioridad y mi aspecto exterior me importaba muy poco, y resultar atractiva para los demás, aún menos. Me cortaba el pelo en la primera peluquería que encontraba. A la vez estaba pasando los peores años de mi vida en pareja, un infierno, hasta que me separé. Entonces una amiga me dijo que había visto a Raquel, que había montado una peluquería en el Raval que se llamaba «Gilda». Fui y Raquel no me reconoció, me dijo: «Pero si no pareces tú». Me cortó el pelo al estilo tirando a punk que llevaba de joven pero más actualizado, en capas, y me hizo mechas de colores: verde, rosa, rojo. ¡Ostras, vida nueva! Con eso reviví, la verdad. Siempre le estaré agradecida. Venía de un pozo y me dio la fuerza para enfrentar la vida desde mi propia posición, que sé que no siempre coincide con la de los demás. Ahora, siguiendo sus consejos, llevo unas mechas balayage degradadas en rojo. El tinte me lo pongo yo cada semana, y lo compro en la tienda de Gracia que sale en la foto. Sé que no es un estilo propio de una mujer de mi edad, pero tampoco lo era el azul punk de la juventud, ni el negro severo de los 30 años. Si algo he aprendido en estos tiempos es que ni la vida ni el aspecto consisten en ser aceptados. La vida consiste más bien en lo contrario, en construir tu posición y la manera en que te muestras y te relacionas con los demás, independientemente de su juicio, que normalmente es bastante normativo y, por tanto, poco interesante. Es desde la propia posición que encuentras a los amigos, las tribus y las conexiones que realmente necesitas para seguir luchando. Así que gloria eterna a Raquel (ahora «@Gilda», la encontraréis en Instagram) y a las peluqueras que saben ver el alma de quien peinan, y proporcionan el corte y los colores que cada uno necesita para seguir adelante.

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