PELUQUERÍA Y LETRAS con Gustavo Faverón Patriau.

Una peluquería es una conversación, una cabeza un mundo.

Entramos al salón para cortarle el pelo a Gustavo Faverón Patriau y conversar sobre su última novela publicada por Editorial Candaya: MINIMOSCA.

Escher, sí. A mí me intriga y me interesa desde hace mucho la idea de que cada novela tiene una forma geométrica propia, distinta. Toda ficción es una figura geométrica, o debería serlo, en la medida en que su estructura sea interesante. Hay ejemplos más o menos obvios: «El Sur» de Borges tiene la forma de una línea horizontal de la que se desprenden muchas diagonales; «Continuidad de los parques» de Cortázar tiene la forma de una cinta de Moebius. Por supuesto, la mayor parte de las ficciones contemporáneas son simples líneas que van de A a B sin sobresaltos, o son planos elementales. Yo pienso mucho en los cuadros de Escher cuando imagino la forma de mis novelas. En Minimosca me interesó mucho la idea de crear una ficción hecha de muchas historias cuyo contenido se modificase dependiendo de dónde enfocaran el lector o la lectora sus miradas. Como esos dibujos de Escher en los que, si uno fija los ojos en lo negro, emergen murciélagos, pero, si los fija en lo blanco, brotan ángeles. Entonces, traté de escribir una novela en la que cada parte modificara nuestra percepción de las partes anteriores y las siguientes, de manera que, a medida en que se fuera avanzando en la lectura, uno tuviera que detenerse un momento y pensar: ey, espera, eso quiere decir que lo que leí hace un rato no era lo que pensé, era otra cosa: ¿qué cosa era? No era amor, era horror; no era verdad, era mentira; no era el pasado, era el futuro, etc. Y sí, escribir con ese tipo de idea en mente puede convertir el trabajo de narrar en un ejercicio muy divertido. Ahora bien, no intento que mis narraciones sean demasiado abstractas ni demasiado conceptuales. No creo haber invertido nunca más de unos cuantos minutos pensando en qué ideas o qué nociones hay detrás de lo que estoy escribiendo. En literatura, a diferencia de otras artes u otras formas de conocimiento, las ideas se forman desde las palabras, después de las palabras, no antes, creo yo, por lo menos ese es mi caso.

Me hizo mucha gracia encontrarme como personaje a Marcel Duchamp y fue una grata sorpresa, me reí muchísimo imaginándolo con el urinario a cuestas todo el rato y con esa dualidad del personaje en cuanto al género. Por un momento, pensé que qué pena sería para el lector que no conoce el porqué fue conocido Duchamp, aunque después cambié de opinión y me pareció que era interesante y que en realidad no cambia nada para quien lo lee porque en realidad la historia te atrapa igual.

Cuando aparecen en mis novelas versiones ficcionales de personajes históricos —Duchamp, Jaime Sáenz, Stephen King, Martín Adán, Georgette Philippart, Dora Maar, Werner Herzog, etc.— mi intención es que funcionen primero como personajes, que sean verosímiles y que sean interesantes, que no sean meros nombres y que su atractivo no se centre en la referencia histórica. No son cameos. Por supuesto, en la mayor parte de los casos habrá un sentido adicional para quien conozca el origen real del personaje, pero de ninguna manera son personajes incomprensibles para quienes no conozcan ese origen. Hay ciertos casos, claro, en los que cierta información sobre el personaje real será necesaria, pero en esos casos —por ejemplo, en Minimosca, eso pasa con César Vallejo—, la novela misma provee la información que sea necesaria. En verdad, yo no veo una diferencia fundamental entre los personajes «reales» y los «ficticios», creo que la ficción convierte todo en ficción, sobre todo en una novela que es, precisamente, acerca de eso: acerca de la manera en que transformamos el mundo en historias o tratamos de comprenderlo a partir de ellas.

Sí, en realidad pienso que todos somos un poco personajes metidos en libros (risas). Conversar con las moscas y que estas te contesten ha sido para mí una fantasía, no sé si conoce la canción de Joan Manuel Serrat que se inspira en el poema de Antonio Machado Las moscas. Me gusta en particular un fragmento que dice: 

Moscas vulgares/ que de puro familiares/ no tendréis digno cantor:
yo sé que os habéis posado/ sobre el juguete encantado/ sobre el librote cerrado,
sobre la carta de amor/ sobre los párpados yertos/ de los muertos. 

Pienso que en Minimosca hay mucho de esto, del simbolismo que desprende, que es un poco ese ir de lo más puro como podría ser el candor de un niño, hasta lo más oscuro. 

La verdad es que la mosca misma, como signo dentro de la novela, entró bastante tarde en la escritura, de una manera tan gradual que yo mismo no me detuve a pensar mucho en ella. El origen de su presencia en la novela es, claro, la historia del boxeador de la categoría minimosca, Arturo Valladares, y la palabra misma: minimosca, que me da una impresión muy melancólica de fragilidad y de vulnerabilidad. Pero, claro, más adelante, adquirió otros sentidos. Sin duda, en la novela está más asociada con la idea de la muerte, la mosca como memento mori, como signo de una muerte reciente o de una muerte inminente. Es posible que el punto de la escritura de la novela en el que yo mismo me di cuenta de cuán rica podía ser la imagen de la mosca como signo dentro del texto fue cuando escribí el pasaje de la batalla entre Mónica y las moscas, que también es el primer momento en el que las moscas hablan. ¿Por qué se me ocurrió incluir una cosa tan extraña en la ficción? Para serte sincero, un amigo mío (a quien estimo mucho y cuyas opiniones siempre valoro, y que además es siempre uno de los primeros lectores de todo lo que escribo –y a quien está dedicada la novela–, tiene una especie de rechazo absoluto, radical, por las novelas en las que de pronto aparecen seres extraños que no deberían hablar, pero que hablan, como las moscas en Minimosca, y la primera vez que hablaron en mi libro fue para irritar un poco a mi amigo, fue casi una broma privada.

El primer libro que leí de César Vallejo fue El Tungsteno. Me lo recomendó un amigo de Arequipa.  Recuerdo que me impresionó muchísimo, sobre todo, porque me causó muchísima tristeza aunque era una tristeza bonita.  Me ha pasado con algún pasaje de Minimosca y me pasó con Vivir abajo.  Nombro a Vallejo no tan solo porque hay un personaje en la novela curiosísim, Arturo Valladares, el boxeador que noquea a sus contrincantes recitando poemas de Vallejo.  Creo que Vallejo en Minimosca tiene un peso considerable. ¿Qué le ha enseñado Vallejo?

Yo creo que, más allá del plano ideológico —el asunto de la solidaridad humanista, la empatía universal—, la gran lección de Vallejo es que a veces uno no debe escribir con el lenguaje ni en el lenguaje sino contra el lenguaje, es decir, a contrapelo del lenguaje, sin caer bajo las órdenes del lenguaje y sin decir lo que el lenguaje quiere que uno diga. Nuestra lengua, todas las lenguas, son instrumentos tramposos: creemos que manejamos el lenguaje pero en verdad el lenguaje nos maneja, nos hace decir lo que estamos acostumbrados a escuchar y de esa manera nos impide pensar más allá de los límites de lo que ya conocemos. Vallejo destruye esa idea palabra por palabra, rehusándose incluso a la sintaxis y a la morfología. Escribe a pesar del lenguaje y a contrapelo del lenguaje y solo así es como encuentra su propio idioma, y, cuando eso pasa, Vallejo puede decir lo que nadie antes ha dicho. Yo creo que esa es la gran lección. Casi nunca se alcanza eso, pero sirve como un faro, un ejemplo.

Esta alusión que hace al lenguaje me da pie a conversar sobre la importancia de la imagen en la lectura. Le hablo como lectora con la expectación de ir encontrando, capítulo a capítulo, que lo que leo cobre vida y en Minimosca encontramos infinidad de personajes para ello. Creo que en un mundo en el cual la vista es el sentido que prima y el que nos engaña la mayoría de veces, la lectura y el despertar nuestras propias imágenes me parece un acto bastante revolucionario. En este sentido y esto igual suena un poco extraño, llega un momento en el cual, los personajes son per se los que tejen la historia.  Me gusta la idea de personaje loco, que le vuelve loco al que escribe (risas). ¿Y a usted?

Casi todos personajes de Minimosca son narradores de sus propios traumas y son narradores de las vidas de los otros personajes. Es una novela que está escrita en varios planos distintos. Lo que en un plano (o una parte) de la novela, es la realidad-real, en otro plano es la realidad-imaginada. Esa inestabilidad —no saber en qué plano estás en cada momento— genera dos cosas: la duda sobre la realidad y la agencia de los personajes, que se sublevan desde sus roles pasivos Y pasan a un rol activo de narradores: entonces es cuando quien lee puede sentir que la novela está controlada por esos personajes: es la rebelión en la granja de los humanos ficticios. En cuanto a lo de los sentidos: cada parte de la novela está dominada por un arte distinto: un novelista amnésico y varios otros novelistas en la primera parte; un poeta, una cronista y unos músicos barrocos con cuerpo de mosca en la segunda parte; dos pintores y una crítica de pintura en la tercera parte; dos cineastas clandestinos en la cuarta parte; de nuevo los pintores en la quinta; un poeta y su viuda en la sexta; y luego uno de los pintores, dos de los poetas, la cronista, otro crítico literario y el primer novelista, todos juntos, en la sétima. De modo que sí estoy tratando de comprometer al lector con diversas formas de imaginación sensorial, y con otros tipos de imagen: la imagen narrada, la imagen poética, la imagen en el lienzo, la imagen cinemática, etc. es una novela que hay que leer con la razón y con la imaginación pero también con el cuerpo.

En muchos sentidos lo que expone en cuanto a la lectura con el cuerpo anteriormente me conecta con cómo sentir la novela a través de una sala de exposiciones. Es como que te meten ahí y uno va visitando salas y salas. De hecho, me detengo ahora casi llegando al final de Minimosca en el retrato que hizo Picasso a Vallejo y que narra Juan Larrea en el libro «César Vallejo o Hispanoamérica en la cruz de su razón». Me parece fascinante. Concibo Minimosca como un libro museo al que volver siempre, porque a un museo o a una sala de exposiciones hay que volver y empezar de nuevo. Y en este sentido querría lanzar esta reflexión y ver cómo me la devuelve: Hoy en día, todos los museos del mundo serían incapaces de ejercer como contenedores de la infinidad de imágenes que se generan. Parece como si ella misma no quisiera ser observada, tan sólo proyectada en milésimas de segundo. y desaparecer. Veo los libros como esos grandes habitáculos contenedores, en realidad y refiriéndome al arte contemporáneo hace tiempo ya que ha habido un acercamiento hacia lo narrativo.

Yo soy un fanático de los museos, si tal cosa es posible. Al menos una vez al año viajo a algún lugar del mundo exclusivamente para visitar uno o dos museos, y suelo pasar días enteros en ellos. Hablo casi exclusivamente de museos de arte, pero mi placer por los museos no tiene que ver únicamente con el arte, sino con el carácter ficcional de los museos, el hecho de que entrar en un museo y habitarlo por un rato es lo más semejante que hay a entrar en una obra de arte, es decir en un mundo paralelo, y habitarlo. Como decía antes, Minimosca no está realmente organizado como una secuencia de eventos en el tiempo. Más bien, lo que hay son espacios en los que ocurre cosas, en niveles de realidad diferente y en líneas temporales diferentes. Eso implica que un lector o una lectora puedan internarse en el libro de manera igualmente fragmentaria, recorriendo algunos espacios, sin necesariamente tratar de tener en mente todo el tiempo cuál es la línea argumental. Algunos de mis libros favoritos están estructurados de manera más o menos semejante: las novelas de David Foster Wallace, The Anatomy of Melancholy de Burton, algunas cosas de Pynchon, Sterne, algunas cosas de Lezama y Cabrera Infante, algunas cosas de Piglia o Eltit, etc., y claro está, Marosa Di Giorgio, Mario Levrero y Macedonio Fernández. Son libros que, al prescindir de la necesidad de la línea temporal, al romper la linealidad del relato, te invitan a comenzarlos y terminarlos por cualquier parte –al menos en la relectura– y también te invitan a habitarlos, a quedarte un rato, unas horas, unos días, adentro de ellos. Esa es la misma experiencia que yo tengo con los museos. Y por eso una de las partes de Minimosca, «El museo de la Rue de Babylone», está construida explícitamente con la forma de una visita a un museo.

Leí en una entrevista suya que decía: <<Puedes leer la historia de una familia como la historia de una nación>> y me parece muy acertada porque en un clan, un linaje… siempre hay juegos de poder, siempre hay quien quiere ser más que otro y quien no quiere ser nada. Creo que es usted un escritor comprometido en lo social y lo político, su escritura le delata, porque pone el cuerpo y se moja. Minimosca abarca más de un siglo de historia europea y americana desde finales del siglo XIX hasta la actualidad. Hace 25 años que vive en Estados Unidos desde que se marchó de Perú en la época de la dictadura de Fujimori. En su contexto actual, ¿Cómo ha ido viviendo desde la distancia los acontecimientos políticos de su país?

Creo que mi frase es una pequeña variación sobre una frase de Stendhal. Él aludía al género de la novela como la historia privada de las naciones. Es una idea muy propia del realismo clásico y del naturalismo, que a su vez tuvieron programas literarios muy observadoras de la vida social. Yo no creo tener el afán original de los realistas, esa especie de fe completa en la novela como espejo y como autopsia del mundo, pero sí tengo interés en que mis libros salgan de —o entren en— esa historia, que se involucren con los problemas más graves de la realidad, aunque no lo hagan en clave realista. Yo me fui del Perú el año 2000, un par de meses antes de la caída de Fujimori, después de pasar varios años como editor de una revista de oposición. En esos 25 años mi interés por el Perú no ha decaído, y, sin embargo, creo que el país se ha vuelto un poco incomprensible para mí. Sospecho, por otro lado, que no es mi culpa. Creo que el Perú se ha vuelto incomprensible para cualquiera que tenga la expectativa de entenderlo racionalmente. En los últimos años la política peruana se ha vuelto ya no solo corrupta y torpe, ni solo criminal y mafiosa, sino que además ha perdido por completo su carácter político. Lo que fue corrupción se volvió sistema y, en ese contexto, donde el objetivo evidente es el saqueo y el método público es el delito, las excusas ideológicas son innecesarias, de modo que no hacen falta los discursos. Y si no hacen falta los discursos, todo se convierte en acción, pero acción vacía, acción sin significado: los políticos peruanos tienen motivaciones (siempre ilegítimas) pero no tienen proyectos, no hay ningún futuro hacia el cual quieran llevar al país. Por tanto, no hay nada que analizar, nada que comprender, no hay ideas, ni debate, nada. Así que, a la distancia, vivo la realidad peruana con estupor.

Me obligo a mí misma a terminar la conversación porque, Minimosca es tan rica, que podríamos alargarla hasta el infinito y más allá. Me quedo en el tintero con muchas más reflexiones. Entiendo que se alarguen sus libros y lo agradezco como lectora pero hay que poner un punto final (¿Hasta su próximo libro?). Ésta es una sección llamada Peluquería y letras porque ejercí la profesión durante veinte años y siempre me llamó la atención comola gente no paraba de hablar y contar sus vidas (sin preguntar) mientras les cortaba el cabello. A veces pensaba: ¿Debe ser porque se miran en un espejo, les tocamos la cabeza y explotan? ¿Es usted de los que habla con su peluquera o tan solo observa?

No me vas a creer. A los dieciocho años dejé de cortarme el pelo. Fueron unos diez años de pelo muy largo. Después decidí llevarlo muy, muy corto. Con el tiempo me di cuenta de que mi corte era tan simple que podía hacerlo yo mismo en casa y, por eso, hace casi treinta años que no voy a la peluquería. Pero, cuando iba, prefería leer algo en lugar de conversar. En verdad esa es una constante en mi vida. Me gusta un cierto grado de soledad, a veces mucha, y me gusta el silencio. Cuando escribo puedo pasar mucho tiempo solo y sin hablar, oyendo música. Para una persona tímida como yo, pero obligada a hablar constantemente en público, cosa que me pone muy nervioso, la escritura es una forma ideal de comunicación, y además te enfrenta contigo mismo. Es como entrar a la peluquería, sentarte frente al espejo, hablar y escuchar, y tú eres el peluquero, tú eres la persona ante el espejo, tú eres la persona en el espejo, pero lo más importante es lo demás, lo que esas personas están pensando, su pasado, su futuro y el hecho de que, después de un rato, tú no eres ninguna de ellas. Eso es la ficción.

Esta conversación se inicio el 21 de marzo y puso un punto y final un 12 de abril de 2025.

Sobre el autor:

Gustavo Faverón Patriau ha desarrollado una de las trayectorias más consistentes de la literatura latinoamericana reciente. Autor de El anticuario (2010, Candaya 2016) y Vivir abajo (2018, Candaya 2019), finalista de la Bienal Vargas Llosa. Gustavo Faverón ha sido traducido a siete idiomas y reconocido por su capacidad de construir narrativas profundamente literarias, pero accesibles. En su faceta ensayística, destacan obras como Rebeldes y El orden del Aleph (Candaya 2021), en las que explora el vínculo entre literatura, memoria y cultura. Actualmente, es profesor en Bowdoin College, donde sigue escribiendo y desafiando los límites del género novelístico.

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